El montaje que los caseros hacen de esta obra escrita por el santacruceño Martín Marcou, representa un punto de inflexión en la producción de la Compañía, cuya marca idiosincrásica se instaló por un tiempo en cierto amor
por la literatura dramática de Chéjov, resultando en una tríada de producciones
que, de un modo notable y peculiar, actualizó algunos textos clásicos del autor
ruso, a saber, "Pedido de mano" (Ensayo Ruso), "El oso" (Amoroso), y “Tío Vania" (Los gansos
graznan un rato y se callan); y situó a la compañía como un
referente teatral a nivel regional.
Con la
elección del texto de Marcou, se evidenció el interés por abordar otras
poéticas y explorar nuevos procedimientos escénicos. Así, de historias
desenvueltas originalmente en Rusia pero asimiladas naturalmente a la Patagonia,
la compañía ahora se repliega hacia su contexto más próximo. Hijo del Campo
urde un relato repleto de imaginario patagónico, agreste y sensible: Un
campesino de edad incierta, hijo de un estanciero de vieja estirpe, nos seduce
con su pícara verborragia y nos invita a adentrarnos en su mundo. Casi sin
darnos cuenta, pasamos de ser meros espectadores a la expectativa por ver la
nueva puesta de Teatro Casero, a ser los interlocutores invitados de un tosco
pero amable anfitrión que no tarda en convidarnos mates y anécdotas.
Destacamos
la labor del actor Darío Levin, quien hace un despliegue de registros
emocionales que nos permiten situarnos en ese indiscutible presente que él convoca
con potencia y sutileza. Las imágenes palpitantes, tan hermosamente evocadas
por Marcou, toman cuerpo y solidez con el minucioso desempeño actoral de Levin.
La puesta en escena dirigida por Adrien Vanneuville, lúcida y autoconsciente,
pendula continuamente entre la comicidad y el drama, brindando al espectador la
posibilidad de vivir una experiencia donde lo argumental se funde con lo
procedimental: el artificio se corre de su tarea ilusionista y nos invita a
percibir plenamente, con todo el cuerpo inmerso en ese espacio, en el gozo y el
padecimiento que la vida del campo ofrece.
Con Hijo del Campo parece afianzarse lo que podríamos llamar una categoría estética en sí
misma dentro de la producción de Teatro Casero: lo háptico como cualidad de
percepción. Ante sus producciones, surge un desplazamiento natural de lo
“óptico” hacia lo “háptico” -parafraseando a Deleuze- dado que la cercanía de
la escena, del cuerpo del actor, nos invita a percibir, ya no sólo con la visión como
sentido históricamente privilegiado, sino con todo el cuerpo. Los otros sentidos se activan. Lo
táctil y lo auditivo también se vuelven humus para la poesía, para la seducción, independientemente de que podamos
tocar al actor con sólo estirar el brazo o de la indiscutible
solvencia musical y vocal que Francisco Pichetto demuestra en vivo con su guitarra. Acá el detalle, lo minúsculo, cobra relevancia y nos abisma. Es, acaso, en el rumor
iterado de los silencios que el actor dispone en el espacio, en los surcos de
su piel, en la textura salvaje de su vestuario, donde nosotros como
espectadores somos albergados. La escena se desarrolla muy cerca del espacio de
expectación, pero lejos de producir incomodidad, nos convoca y hace partícipes en
tanto cuerpos sensibles brindados a una experiencia de otro orden, por demás,
movilizadora y transformadora.
Valoración: ✰✰✰✰✰
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